Elisabete y Loreto, dos madres de dos niñas de cuatro años diagnosticadas con TEA, nos narran sus experiencias vitales. Desde los primeros indicios hasta el diagnóstico y los posteriores avances gracias a las terapias.
Laura y Nora cumplen 4 años este febrero de 2021. Desde que eran muy pequeñas, acciones como lavarse la cabeza se convertían en una escena de gritos y rigidez. Las texturas de algunos alimentos les provocaban un absoluto rechazo. Cada pequeño cambio de rutinas, subirse en un coche no habitual, visitar a una persona no conocida, el factor sorpresa de cualquier actividad… Desembocaban en momentos de llantos y tensión.
Sus dificultades en el habla, en aprender a caminar, hacían pensar en un retraso madurativo, pero sus madres, Elisabete y Loreto respectivamente, intuían que se trataba de otra cosa. Presionaron al entorno y a las guarderías para que las niñas fueran derivadas a Atención Temprana. Finalmente lograron un diagnóstico, sus hijas tienen Trastorno del Espectro Autista (TEA). El diagnostico, más allá de desmotivarlas, les ha dado el impulso necesario para trabajar, para enfocarse en las niñas, para saber hacia dónde ir y para encajar todas las baldosas del camino que quieren construir: el de la felicidad de sus hijas.
“Cuando Laura tenía año y medio, su juego era ordenar esquemáticamente todo en linea; en el baño, no podíamos cambiar los botes de gel ni la esponja, siempre debía haber el mismo número de botes; las partículas de polvo del aire, el viento, el sonido de un coche de bomberos o de policía eran insoportables para Laura; catalogaban a la niña de caprichosa pero yo sabía que le pasaba algo más”. Elisabete relata así cómo empezó a intuir que “algo” le pasaba a su hija. Cuando la niña cumplió dos años, se lo comentó a la pediatra en la revisión y desde el centro de salud la derivaron a Atención Temprana. Fue allí donde ya le dijeron que la niña parecía presentar rasgos de TEA. “Aunque parte de mí sabía que algo tenía, cuando me lo confirmaron también me sentó mal porque otra parte de mí esperaba que no tuviera nada. Pero no lo negamos, lo que quisimos desde el principio, tanto el padre como yo, era encontrar soluciones”.
Laura comenzó a hacer terapias en un centro de Atención Temprana en septiembre de 2019, con dos años y medio. “Tras dos meses de terapias, el cambio fue radical. Lograba, por ejemplo, hacer frases de dos o tres palabras, algo impensable hasta entonces”.
En el caso de Loreto, los indicios en Nora los percibió aún antes. Desde bebé, cuando le cambiaba el pañal a su hija percibía en la niña una rigidez y una tensión que la hacían sospechar. A los siete meses, la niña lloraba con desconsuelo si acudían a un sitio en el que nunca habían estado. “Fui forzando esa situación para que no fuera un condicionante en su vida, pero era muy tenso. Cambiarle cualquier rutina era un mundo para ella”, reconoce Loreto. El retraso en los hitos madurativos le hicieron aumentar su estado de alerta. “Cuando cerca de los dos años Nora entró en la guardería, solo gateaba o se arrastraba, se notaba en su desarrollo motriz. Tampoco hablaba ni comprendía con claridad. Yo pensaba que era una niña muy cabezota; hoy sé que ese rasgo no era cabezonería sino que se trata de una rigidez asociada al TEA”.
Desde que Nora entró en la guardería, su madre insistió mucho en que estuvieran pendiente de la niña por si era necesario derivarla a Atención Temprana, pero cuando al fin la derivaron, les dieron una “prórroga” de un año porque no veían claros los indicios: “Consideraban ambiguas las señales y aunque el nivel de comprensión era bajo, el nivel de inteligencia era alto”. Sin embargo a Loreto seguía sin cuadrarle la actitud de su hija. “Era evidente que se trataba de otra cosa, la sociabilización era muy costosa, si yo no estaba delante perdía toda su seguridad. A día de hoy, aún no hemos conseguido controlar totalmente los esfínteres. Era muy repetitiva. Aparecían ecolalias, estereotipias, gestos muy marcados con las manos y la boca cuando se irritaba. Todo le quemaba, aunque no estuviera caliente. No se le entendía nada de lo que decía…”. Señales que hicieron a Loreto no desistir y, finalmente, a los tres años, en marzo de 2020, comenzaron a tratarla en en centro de Atención Temprana.
Pero con el inicio de sus terapias también llegó la pandemia del COVID-19 y el primer confinamiento, una situación que no ayudó a la niña. Comenzó a desarrollar las terapias de manera online y aunque descubrió algunas técnicas como los pictogramas -“Nos sirven mucho porque además la niña tiene una gran memoria visual”-, la situación se hacía muy dura. Tampoco ayudó el poco apoyo recibido por parte de su expareja, el padre de la niña.
Precisamente “remar en la misma dirección” es uno de los aspectos que más valora Elisabete: “Para los padres es muy duro. Si no tienes apoyo de la pareja se hace aún más difícil”. “Nosotros tenemos nuestros más y nuestros menos, como todas las parejas, pero siempre intentamos ir los dos a una y nos apoyamos en las decisiones que tomamos con Laura; yo a veces me vengo abajo, pero entonces sale él y me respalda”, agradece la madre, que recomienda a las familias que estén en su misma situación sobre todo “paciencia”y que busquen ayuda. “Ayuda no solo con las terapias sino también apoyo psicológico para ellos, nosotros la necesitamos y nos ayuda porque sabemos que el TEA de Laura es algo que, aunque le pueda permitir llevar una vida más o menos normal, le va a acompañar el resto de su vida”.
En el caso de Loreto, la postura del padre de la niña no solo no ha sido una ayuda sino que se ha convertido en un impedimento a causa de que no acepta el diagnóstico de su hija. “Es muy duro debido a la relación con su padre, porque ni a día de hoy, con un diagnóstico, lo acepta. Y es una barrera porque tenemos custodia compartida y al no tenerlo aceptado no la puede ayudar cuando la niña está con él”.
A cambio, el gran apoyo de la madre y de su hija es la hermana mayor de la niña, Alba, de 11 años. “Su hermana es para Nora su segunda mami. Yo lo hablaba con Alba desde mis primeras sospechas y ella siempre lo ha asimilado muy bien. Además, el hermano de su amiga íntima también tiene autismo. La aceptación de Alba es muy buena, pese a que a veces, como hermanas que son, se peleen”.
En el caso de Laura también tiene un hermano, Gonzalo, de 9 años, aunque no lleva demasiado bien el diagnóstico de su hermana. “Era un niño muy noble y se ha vuelto muy agrio, está rebotado con el mundo y antes de la pandemia lo llevamos al psicólogo”, nos explica Elisabete, que reconoce que además de en su actitud está afectándole en los estudios. “Hablamos con él pero Gonzalo solo nos dice que no soporta los gritos de su hermana”.
Ambas familias comparten que se han sentido respaldadas por el sistema sanitario público, así como que valoran el apoyo recibido en terapias privadas. “Realmente la vida nos ha cambiado a mejor tras el diagnóstico -reconoce Elisabete-, Laura ha aprendido a expresarse y a controlar sus miedos. Aún hay muchos aspectos que tenemos que trabajar con ella: lo peor es la ropa, no soporta algunos tejidos, sobre todo en invierno. También el baño es difícil pero hemos ido mejorando sobre todo gracias a los cuadrantes; anticipar por ejemplo cuando le toca lavarse el pelo la ayuda a llevarlo mejor. Aún así hay días agotadores psicológicamente”.
Loreto agrega que es necesario estar muy pendientes a las señales que nos dan nuestros hijos e hijas. “Creo que el TEA en niñas pasa mucho mas desapercibido porque es mucho más sutil, pueden decirte que la niña es muy tímida o le cuesta relacionarse, pero no se trata solo de eso…”, explica Loreto, y añade: “Si no tienes una visión en conjunto, desde fuera puede pasar desapercibido. Las niñas con TEA pueden aprenden a relacionarse mejor, captan y memorizan frases y se las aprende para poder, por ejemplo, jugar con otro niño. Pero no es innato como en el resto de los niños, es su capacidad de imitar y aprender. Copia las conductas del entorno para normalizarlo, y eso crea confusión”.
Tener los ojos muy abiertos y ser muy pacientes y persistentes son las recomendaciones que ambas madres dan a las familias que estén en su misma situación. “Que no se se pongan una venda en los ojos y, simplemente, sigan hacia adelante”. A ambas madres les preocupa el futuro pero sobre todo se centran en el presente, porque si algo les han enseñado sus hijas y la vida es a estar atentas al ahora porque nunca se sabe qué pasará. “Lo que más me importa es que la niña sea feliz”. Ver sonreír a Laura y a Nora, sus hijas, como desean todas las madres, es el objetivo de estas dos familias.